El cielo gris es perfecto. Porque a diferencia del cielo
nocturno, aun tiene un poco de luz. Porque no cala en los ojos, como el cielo
azul brillante de una mañana soleada. Y sus manos: entrelazada la izquierda con
la derecha para no sentirse solo ahora, después de los días desteñidos y
silentes, en que ninguna otra mano se entrelaza más que la propia, izquierda
con derecha. Sosteniendo un centro de gravedad invisible. Un alma insensible.
Hace a penas unos minutos tuvo en sus manos el corazón de ella, quien le decía
que tanto lo amaba. El nunca pudo ver ese amor; no lo encontró por ningún lado,
buscando entre la textura firme y
fibrosa del músculo. Tras la tenue capa de grasa que recubre los ventrículos,
ni en la aorta. Todos esos tubitos reventando de sangre, y esos tensos hilillos que los surcan. Quizá ese amor se hallaba extinto desde hace
mucho y por ello ya no había roce de sus manos. O tal vez él solamente lo
imaginó. Pero hubiera sido bonito… si tan solo hubiese estado ahí. Pero ese
amor no estaba por ningún lado, y ahora ella era solo un cadáver que yace en
una habitación sucia, junto a un corazón inservible, que él mismo tomó entre
sus manos y por un momento pareció tibio y vivo, pero tan vacío de amor. Y ya
no late más.
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