domingo, 5 de agosto de 2012

Mano Izquierda

…Y entonces recordé, así “de golpe”,  esas noches cuando acostada junto a ti, lloraba quieta y callada para no despertarte. Tan cerca y a la vez tan distantes. A veces sentías mi ausencia y me llamabas de regreso a la cama; otras veces simplemente me iba a otra habitación –siempre tuvimos casa grande-  y me ponía a escribir mientras ustedes dormían. Pero cada noche los amaba: amaba tu aparente tranquilidad cuando dormías, ese gesto dulce que solo así tu rostro dibujaba,  tu silueta tibia… y también amaba sus huesitos delicados acomodados en caprichosas poses a todo lo ancho de la cama, en la habitación de junto.  Amaba el hecho de que éramos tres. Pero cada noche lloraba, y desde entonces, no me había sentido así. Hoy lo recordé, y me dolió mucho. Estabas tan consciente de tus faltas, que siempre repetías convencido que yo fácilmente encontraría a alguien mejor que tú.
Y en cambio, yo en esa cama llorando por los dos, sintiendo lo que debíamos sentir tú y yo, pero me lo dejabas todo a mí. Era demasiado.  En algún momento dejé de ser tu pareja, para convertirme en una extensión de ti, en una parte que quizá te incomodaba, sabías que no estaba bien, pero confiabas en que allí estaría y que en cuanto lo quisieras, se podría arreglar. Como tu mano, aquélla vez en que se cayó la escalera y tú junto con ella, todo tu peso en menos de un minuto sobre la izquierda desde una altura de cinco metros. Esperandote en casa, extrañamente me di cuenta de que había pasado “algo”, me fui y llegué a la clínica casi junto contigo. El cirujano plástico te reconstruyó el musculo y te suturó la piel con diecisiete puntos.  Incapaz de demostrar dolor o algo parecido, reíste cuando mi papá dictaminó: “va a vivir” y le dijiste a nuestra nena que te habían puesto una “mano de chango”.  Dijiste que en un mes estaría bien, y así fue.  Pero a mí me dejaste de cuidar. Te alejaste de mí y no fuiste capaz de recuperarme al cabo de un mes. Ya era tarde.

Por eso me molesta el que digas que tus cosas a mí no me costaron; cada desvelada, cada desmadrugada  contigo o sin ti, me costó. Y sin embargo, fue  tan valioso lo que salimos perdiendo, que no hay posibilidad de recuperar la inversión. Nada te estoy peleando...  Por eso discúlpame si es que carezco de una pizca de respeto hacia la que hoy duerme en la que solía ser mi cama. No importa si era o sigue siendo mía, ya no la quiero. Ya no soy tu mano.

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