Tenue luz azul-plata,
como el sol en mañanas nubladas: así era su mirada. Pálida tonalidad de hielo brillando en un rostro apiñonado,
expresivo más allá de las palabras. Ella, un par de ojos de miel. También
sonrió, tímidamente girando una mano para decir “adiós”. Saludos que pronto se
convirtieron en ritual silencioso de tarde en el parque. Ese simple y breve gesto
que parecía aligerar el aire alrededor y revelaba las bocas cambiando de
expresión, preparándose quizá para sonreír… o tal vez, besar.
Una de esas tardes frescas tras la lluvia, el saludo de sus
manos se prolongó hasta que quedaron muy cerca y entrelazaron sus dedos.
Frívolas e inútiles, no hubo palabras. Solo se besaron. Una agradable sensación
recorrió la espina dorsal de él, casi como cuando en las vacaciones se quedaba
en casa de su abuela, que lo despertaba haciéndole cosquillas. Ella en cambio,
sintió su propia piel tibia y reconfortada por el calor del beso, protegida del
fresco viento húmedo como lo haría una suave camiseta de algodón tomada de la
secadora, al deslizarse sobre una espalda recién bañada.
Pero todo es un misterio; nadie sabe cómo es posible que
exista tanta belleza, y que tan solo en raras ocasiones venga acompañada de
amor.
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