Con oscuras ojeras despedimos la noche entre las cuatro
paredes grises de ese pequeño universo nuestro. Como cada semana, nos reuníamos
en un cuartito en el centro de la ciudad, segundo piso de una bodega, que él
rentaba y había habilitado como estudio musical para poder tocar sin molestar a
nadie.
Es un lugar insignificante entre el ruido y la prisa de la
ciudad; un oasis de calma con sus paredes en un tono apagado y su pobre
iluminación, su viejo piso de linóleo y una única ventana de apenas un metro
cuadrado, que en las sofocantes noches de verano solíamos abrir. A penas cabe
una cama matrimonial, justo en el centro de la pieza. Pegado a la pared
izquierda se encuentra un sencillo mueble que sirve a la vez como librero y
armario, para el cambio de ropa y el abrigo que guardamos ahí; y una pijama que
nunca se usa. En la pared opuesta a la ventana, hay colgadas un par de
guitarras acústicas, una eléctrica al pie de la cama, elegantemente erguida en
su soporte. Un amplificador, aparato de sonido y bocinas, a la derecha de la
cama. Sólo eso, y un baño.
La guitarra y yo, somos sus vicios. Y junto con él, no hay
trío más alegre. Antes de su llegada, yo veía mi vida en escala de grises. Todas
las mañanas me miraba pasar caminando frente a su consultorio, cuando era la
hora de abrir. Yo iba de prisa, al trabajo; contestaba su saludo sin detenerme.
Hasta que un buen día me estaba esperando, sin hacer el menor movimiento de
abrir los candados y me dijo:
“No sé a dónde vas, pero si tú no te detienes, yo camino
contigo, para poder conocerte. ¿Qué te parece?”
Mi cara hizo un gesto de sorpresa y contesté “pues… bueno” sin detener mi marcha.
Mi cara hizo un gesto de sorpresa y contesté “pues… bueno” sin detener mi marcha.
Esa misma noche me llamó “solo para desearme buenas noches”.
Hacía mucho que nadie me deseaba buenas noches; un detalle insignificante, pero
sin duda muy bello… y me dormí pensando en él.
Así fue que comenzó un intercambio casual de mensajes
simples pero sinceros; sin prisa, sin palabras dulces… Nos contestábamos a
veces de inmediato, a veces horas después, pero siempre venía una palabra o
frase de vuelta para aligerar el ocasional mal humor.
Cuando finalmente decidimos salir por una cerveza, fue lo
más natural darnos besos en la mejilla y un prolongado abrazo. No hubo
necesidad de silencios incómodos, o siquiera de iniciar la plática, sólo
retomamos el tema de los últimos mensajes. Concluidas la charla de
actualización y la primera ronda, nos quedamos mirando a los ojos, como unidas
las miradas con un hilo invisible, y las manos sujetas a una misteriosa atracción…
las yemas de los dedos acercándose, cada vez más cerca, hasta tocarse.
Espontáneas sonrisas surgieron en nuestros labios. Y me tomó de la mano,
diciendo: “¿Te gustaría que fuéramos a otro lugar para estar solos?” No dije
nada, tan solo tomé su mano y lo seguí, esta vez era mi turno de hacerlo, así
como aquella vez él lo hizo por mí. Y llegamos a ese pedacito de cielo al que
llamamos “el cuartito”.
Me soltó la mano justo al llegar al zaguán, ni un minuto
antes. Yo lo miraba con una mezcla de excitación, ternura y todo el deseo que
calladamente se esconde tras de una sonrisa.
Sacó apresurado sus llaves; no encontraba la correcta, se
ponía nervioso, y solamente dijo “disculpa, ya casi abro”. Pero después de
varios minutos en los que la chapa no cedía y su ansiedad crecía, no pude más
que reírme y comenzar a acariciarle,
mientras que recargaba suavemente mi pecho junto al suyo y lo besé.
Después de un instante sorprendido, respondió a mi beso con suaves caricias de
sus labios, tocando a penas mi cabello con sus dedos, absorbiendo delicadamente
mi boca y mi saliva, tan cuidadoso pero cálido y apasionado.
Terminó el beso y encontró la llave. Pudimos al fin entrar
al pasillo y escalera que conducen al pequeño departamento. Y me abrazó con dos
brazos delgados y calientitos que ceñían mis curvas, reconfortantes, y su aroma
único, haciéndome sentir muy feliz y segura; y así abrazados dimos algunos
pasitos hasta llegar a la cama, que parecía ya estarnos esperando.
Éramos tibieza irresistible. Uno entre millones, algo que no
podíamos dejar ir; con solo una mano él comenzó a desabotonar mi blusa y su
pantalón. Otra vez envuelta en mi risita de ternura, me dispuse a ayudarle a
quitar esas estúpidas prendas que se interponían entre el abrazo de su piel y
mi piel, ese dulce sabor de su boca y su intoxicante aroma. Nos seguíamos
besando, él bajaba despacito con besos juguetones desde mi mejilla, boca,
barbilla, cuello, hasta mis hombros desnudos. Yo sentí su toque suave y cariñoso,
y su voz preguntando muy bajito: “¿Te gusta así?”. Le respondía con suspiros y miradas, las yemas
de mis dedos otra vez lo buscaban, absorbiendo la textura firme y tersa de su
cuerpo, los músculos de su espalda, sus costillas adheridas a las mías en
perfectos movimientos que suavemente nos
mecían, eliminaban espacios, compartiendo latidos…
Al final quedamos exhaustos enredados entre la sábana, separados
solamente por la fina capa de sudor de nuestros cuerpos, respirando ávidamente
el aire que ahora tenía un nuevo fresco perfume; sonrisas de complicidad en
nuestros rostros.
Hoy hace exactamente una semana desde nuestro último
encuentro. Así que, termino de ponerme éste pendiente, y me voy. Me voy al
cuartito, a ése pedacito de cielo oculto entre la jungla urbana, que siempre
espera por nuestros suspiros y la voz de la guitarra, una dulce canción.
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